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¿Por qué, me pregunto, resulta que muchos hijos de emprendedores son tan vacilantes y temerosos a la hora de tomar decisiones?
Muchas veces me he encontrado con que la segunda generación está formada por buenos empleados, que pueden seguir al pie de la letra una instrucción y hasta son capaces de ser líderes de mediano nivel, pero, a la hora de comparar sus capacidades y habilidades con lo que se necesita para dirigir una organización, se quedan muy cortos.
Les falta eso que hace que las cosas funcionen. Ese envión que impulsa a todos a lanzarse a una nueva aventura, a seguir al Líder sin atorarse por pensar en lo que pueda pasar. No generan la confianza que un buen capitán tiene que despertar entre sus subordinados, pero especialmente en su cuerpo: en su batallón. La seguridad en que el soldado de al lado dará su vida para protegerme, al igual que yo daría la mía para protegerlo.
Técnicamente, el temor y la vacilación mencionadas se conocen como aversión al riesgo: que una persona sufra por padecer una situación de la que no puede controlar el resultado.
Sólo que como seres humanos, casi nunca tenemos certezas sobre nuestro futuro. Del pasado tenemos algunas, pero, ¿del futuro? Solamente sabemos con seguridad que algún día vamos a perecer. De lo demás, no.
Entonces surge la paradoja, ya que el empresario, por definición, es un apostador. Una persona que se atreve a hacer un negocio que puede tener buenos resultados, con la consecuencia de que su nivel de vida y patrimonio incrementen, o que también puede llevarlo a la quiebra, que entonces lo dejaría sin sus posesiones materiales y, quizá, implique el riesgo de caer a la cárcel.
El empresario en cuestión posiblemente dejó o fue expulsado de una organización que le pagaba un sueldo, bonos y le daba prestaciones tales como automóvil y vacaciones. Con una idea en mente, compartida con su mujer y con unos cuantos amigos, en lugar de buscar un empleo similar, tomó el camino de la aventura. Agarró sus ahorros y su liquidación para montar un negocio, con la fe en que, a la larga, le dejaría más dinero en el bolsillo que los sueldos y los bonos a que estaba acostumbrado.
Sabemos de muchos que han tomado esa decisión y que al final triunfaron, pero poco nos enteramos de los que fracasaron. No me atrevería a sugerir una estadística pero seguramente son muchos los que se quedaron en el camino.
Curiosamente, el fracaso ya no está mal visto entre los emprendedores. Parece que en el Silicon Valley nadie toma en serio un proyecto de negocio si quien lo presenta no puede demostrar, al menos, un fracaso anterior. ¿Por qué? Porque se aprende más de los fracasos que de las victorias. Así de simple.
Recuerdo a mi mamá reclamarle a mi papá por darnos dinero o un auto o algo que a ella le parecía exagerado. ¿Por qué? Preguntaba ella. Inmediatamente, mi papá contestaba una de estas dos versiones: porque yo no lo tuve o porque a mí no me lo dieron.
Eso funcionó muy bien en cuanto a que pudimos estudiar una carrera, algo que él no pudo hacer, no obstante que su padre y su abuelo fueron profesionistas. Pero debo aceptar que mi madre tenía razón en cuanto a autos o dinero en abundancia, eso perjudicó la vida de mi hermano mayor.
Cuando el fundador de una empresa se preocupa demansiado por que sus vástagos no sufran lo que él sufrió, indudablemente que les está sembrando la semilla de la duda. Esa malsana simiente que hace que uno se pregunte si sería capaz de conseguir algo por sí mismo. Una cosa simple como una computadora nueva o algo más ambicioso como un auto deportivo.
Esta situación de sobreprotección no sólo se da entre las familias de empresarios, hay muchas personas que debido a que alguno de sus padres se esforzaron de más para hacerles la vida más fácil, terminaron por anular la voluntad del hijo o hija en cuestión. Acá les decimos los chiqueados, la expresión me encanta en Colombia: los hijos contemplados. Inmediatamente visualizo a una mamá a la que se le cae la baba viendo a su niño jugar.
Con los niños mimados pasa que se les dificulta enfrentar los obstáculos más elementales de la vida. Porque no se han ejercitado en ello. Nunca.
Cualquier vida, toda empresa, toda aventura conllevan, necesariamente, adversidades. Sin contratiempos que vencer, uno no podrá saber el tamaño de sus capacidades ni el de de su propia fuerza de voluntad.
Las adversidades, o más propiamente, la manera como enfrentamos las adversidades nos permiten conocer el temple de nuestro carácter, la capacidad de usar o allegarnos de los recursos necesarios para superarlas. Entonces, hay que darle la bienvenida a esas dificultades, que nos permiten crecer, alcanzar nuestra verdadera estatura moral.
La siguiente idiosincracia (modo de ser) acaba con la iniciativa de los descendientes de empresarios. Se formula más o menos de la siguiente forma: “Como yo ya sé, voy a evitar que mi hijo o hija se equivoquen. Entonces -como en el futbol- me dedico a hacer marcaje personal para que no les pase lo que me pasó a mí.” Grave error. Como decíamos atrás, se aprende más de los fracasos que de los triunfos.
El impedir que los herederos se equivoquen en relación con su trabajo, especialmente en la empresa familiar, además de ser una invasiva intrusión en su vida, les corta las alas.
¿Acaso el empresario fundador no se equivocó? Claro que sí. Se equivocó tantas veces que ahora sabe bien qué terrenos debe de evitar y por dónde hay que transitar. Seguramente se acuerda de la ocasión en que se enojó tanto que lastimó con sus palabras a su socio, perdiendo en consecuencia a un gran aliado, o de aquella vez que se apresuró a despedir a un empleado deshonesto, pero la falta de pruebas de sus pillerías le costó una gran indemnización. Así fue como aprendió muchos de los secretos de dirigir una organización.
La vida es una universidad cara, pero es una buena universidad.
En conclusión, si lo que queremos es que nuestros hijos se desarrollen y crezcan, y eventualmente sean capaces de tomar la estafeta para dirigir nuestra organización, tenemos que tomar decisiones drásticas. Quizá unas de las decisiones más duras de la vida. Quitarles los algodoncitos y dejar que se golpeen un poco en la caja de embalaje en que los hemos puesto y retarlos a que se salgan de la caja y exploren un poco por su cuenta.
Las mejores escuelas de negocios pueden acercar a sus alumnos a que tomen decisiones razonadas, medidas, estudiadas. Pero la verdadera forma de aprender a tomar decisiones es una sola: hacerlo. Tomar decisiones y aceptar las consecuencias, buenas o malas de las que se han tomado.
Finalmente, si los dejamos, quizá tomen decisiones equivocadas y tengan que pagar el precio, pero serán sus decisiones y su éxito o su aprendizaje. Cualquiera de los dos resultados es positivo.
Gonzalo X. Villava Alberú
Julio, 2017
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